Sin ella, el bronceado se convertiría en una quemadura de tercer grado. Mirad al cielo, es invisible, pero nos protege de los rayos del sol. Es nuestro escudo. La capa de ozono. Pero un pequeño agujero en ella nos ha puesto a todos alerta: por primera vez en la historia sabemos que podríamos desaparecer como especie si no ponemos remedio, como en una película de catástrofes de Hollywood. El descubridor de este agujero, sin embargo, no es un personaje de película: es mexicano y se llama Mario Molina.
Mario José Molina Henríquez nació en Veracruz, México, en 1942. Desde muy temprano, como estudiante de preparatoria, se sintió seducido por la investigación científica al contemplar por primera vez un protozoo a través de su microscopio de juguete.
Más tarde, fascinado por la química, en vez de jugar a soldados o a armar rompecabezas, el joven Molina transformó el baño de su casa en un improvisado laboratorio. Por esa razón, con sólo 11 años, el Molina fue enviado a una escuela en Suiza, aunque allí sus nuevos amigos tampoco estaban tan interesados en la ciencia como él.
Además de su actividad docente, el Dr. Molina ha destacado por sus investigaciones sobre el problema del medio ambiente. En 1995 recibió el Premio Nobel de Química. La noticia le llegó a través de una llamada telefónica y, en un primer momento, Molina creyó que le estaban gastando una broma pesada. Pero el 10 de diciembre se esfumó toda sospecha de broma, cuando recibió el premio de manos del Rey de Suecia, al que siguió un banquete con mil invitados.
Molina fue el descubridor del agujero de la capa de ozono y el peligro de los clorofluorocarbonos (CFC), empleados en aerosoles, tanto industriales como domésticos. Su hallazgo fue emocionante pero a la vez sombrío: se daba cuenta que había descubierto un problema global que amenazaba el futuro de la humanidad.
Así pues, depositario de una gran responsabilidad, se vio en la obligación de divulgar lo antes posible su descubrimiento. El 28 de junio de 1974, publicó sus descubrimientos sobre esta materia en la revista Nature y asesoró a empresas públicas y privadas.
En 1995 recibió el Premio Nobel de Química, junto al profesor Sherwood Rowland, por sus trabajos sobre la química de la atmósfera, especialmente sobre la formación y descomposición del ozono. Era la primera vez que se otorgaba este premio por un estudio sobre el medio ambiente, y también la primera vez que se otorgaba a un científico nacido en México.
A pesar de todos estos reconocimientos académicos, la opinión pública no acababa de entender a qué venía tanta importancia por unos gases que, al parecer, servían como escudo invisible para no evitar el paso de unos rayos solares maléficos. Sonaba a historia de ciencia ficción. Pero, poco a poco, y gracias a los esfuerzos de los divulgadores científicos por traducir en palabras comprensibles lo importante que era lo que había sobre nuestras cabezas, el público empezó a tomar verdadera conciencia del problema.
Ahora todos podemos imaginar el efecto que produce una lupa que amplifica la luz del sol sobre una pequeña hormiga para entender la amenaza a la que nos enfrentamos: las indefensas hormigas somos nosotros, y el agujero de la capa de ozono es la enorme lupa que pretende achicharrarnos.
El clorofluorocarbono. Parece una palabra muy complicada que, sin embargo, designa algo muy cotidiano. Es un gas que se emplea para fabricar toda clase de productos, como los envases que usan los restaurantes de fast food. También se usa como gas impulsor para los sprays de aerosol, como la laca para el pelo o el desodorante. En los aparatos de aire acondicionado y en los frigoríficos. O en disolventes para limpiar equipos electrónicos.
El gas es tan estable que, una vez liberado, es arrastrado lentamente hasta la atmósfera. Hasta aquí, el gas no es peligroso. Sin embargo, al ser bombardeado por los rayos ultravioleta del sol, el gas se descompone y libera cloro, que es el componente que realmente venenoso, el responsable de la destrucción de las moléculas de ozono, saltando de unas a otras como si fuera un serial killer atmosférico. Y es que una simple molécula de cloro puede viajar durante un siglo por la atmósfera, eliminando una a una hasta 100.000 moléculas de ozono.
El daño ya ha sido tan elevado, que si ahora mismo dejáramos de emitir CFC a la atmósfera, el agujero detectado en la Antártida no desaparecería hasta el año 2100.
Según un informe de Greenpeace que analiza los niveles de producción de CFC en nuestro planeta, la comunidad europea ostenta el primer puesto: suyo es el 39,9 % de todo el gas que se libera. El segundo lugar es para Estados Unidos, que libera un 37,7 %. Luego viene China con un 7,2 %. Las 5 empresas que más CFC producen en el mundo son: La Dupont, de los Estados Unidos, la ICI, de Inglaterra, Hoeschst, de Alemania, la Atochem, de Francia y la italiana Montefluos.
Gracias a esta aplicación de la NASA, podréis conocer en tiempo real cómo cambian los índices de masa de hielo en el mar, el dióxido de carbono, nivel del mar, temperatura global y el tamaño del agujero de ozono.
Si la capa de ozono desapareciera de nuestro planeta, ¿realmente qué ocurriría con la humanidad? Por de pronto, aumentaría la frecuencia y la severidad de enfermedades como el sarampión, el herpes, la lepra, la malaria, la varicela y, por supuesto, el cáncer de piel. Los potentes rayos ultravioleta causarían daños en los ojos de mucha gente, como casos de cataratas que derivarían en ceguera.
Los alimentos escasearán debido a que se verá afectada la capacidad de absorber la luz solar de las plantas que los producen.
Aumentarían las temperaturas y subiría en nivel del mar al derretirse los glaciares. Además, el cambio climático tendría como efecto secundario la creación de potentes huracanes, ciclones, tifones y olas de frío.
Quizá para entenderlo mejor haya que viajar a un sitio donde ya están viviendo algunos de los efectos del agujero de ozono. Es el caso de Punta Arenas (Chile), situada en el extremo sur del continente americano.
Al estar más próxima a la Antártida, existen diversos solmáforos que alertan sobre el peligro del sol. Durante unos días entre septiembre y octubre, el agujero se desplaza hasta aquí produciendo graves quemaduras en sus habitantes. Si el solmáforos indican el color rojo, mejor no salir de casa ante el inminente bombardeo de rayos ultravioleta. Sin duda, Punta Arenas es un escenario digno de un filme postapocalíptico.
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